Nunca pensé que mi luna de miel pudiese terminar en tal lugar, rodeados de yacarés, pirañas, manguruyúes, surubíes y Armados, escorpiones de color púrpura y pumas salvajes, un lugar lindo como dicen allí en Paraguay, en donde corre la leyenda de que el pescador que prueba sus aguas, “siempre vuelve”.
Llegando a la parte final del viaje de novios nos dirigimos a la capital de Paraguay con el fin de asistir a la boda de dos grandes amigos, previa sesión de pesca exótica organizada por su cuñado. Después de un gran recibimiento y un buen asado propio de las tierras del Chaco, nuestro amigo Junior tenía preparada una sesión de pesca en el río Paraguay, más exactamente a doce horas en coche de Asunción, en la localidad de Vallemí, situada en el distrito de San Lázaro- Dpto de Concepción.
Empezamos la aventura realizando un viaje nocturno de diez horas en el Toyota de Junior. Estaba totalmente equipado con unas cubiertas desproporcionadas para los terrenos del chaco, frontal de acero para envestir animales en situaciones de riesgo en el viaje (algo habitual), tres focos extras, suspensión extra y alzado con ballestas y por supuesto, un buen motor con cinchas para auto-remolcarse agarrado a los árboles en situaciones de inundación. Más tarde al ver la ruta, entendimos el motivo de llevar el vehículo cual tractor.
Una vez llegados al pequeño puerto, embarcamos en la lancha con nuestro guía Oscar, un experto lanzando su red manualmente a los bancos de peces pasto. El objetivo del viaje era capturar algún manguruyú de porte considerable, ya que tenía la ilusión en añadir una especie nueva a mi álbum para el recuerdo y no fue tarea fácil. Nada más comenzar la pesca, nuestros cebos a modo de peces vivos de veinte centímetros, eran atacados sin piedad, uno sin cabeza, otro sin cola y literalmente destrozados. Fue en ese momento cuando nos enteramos de la existencia de las pirañas y los cocodrilos de más de 2 mtr llamados yacarés.
Comenzamos capturando pirañas de gran tamaño, pues el guía nos comentó que tres horas río arriba desembocaba el amazonas, razón por la cual tenían ese tamaño las pirañas, rondando el kg o los 1,5kg.
El tamaño de la boca era suficientemente grande como para arrancar de cuajo la cabeza de una pequeña carpa de 15 o 20cm, así que sería mejor no caerse al agua en medio de un banco de éstas.
Los equipos utilizados eran de mar, preparados con monofilamento de 0,60mm, algunas veces insuficiente, pues partían la línea en plena corriente o la cortaban con los dientes, siendo la primera vez en mi vida que veo como cortan los clásicos bajos de acero como mantequilla.
Después de capturar bastantes pirañas y un Pacú siendo apreciado por los pescadores ribereños, tuve la primera gran picada. Ya me había avisado el guía de la forma de picar de los grandes, muy distinta al resto de depredadores de la zona, bajando la caña muy lentamente hasta notar la presión del anzuelo, momento en el que comienza la carrera y así fue. Lamentablemente y presa de la adrenalina como si de un novel se tratara,perdí aquel ejemplar. Simplemente me bajó la caña y comenzó a sacar línea del carrete sin darme la posibilidad de clavar o bombear el ejemplar con intención de pararlo, sacando unos cuantos metros, bajándome la caña hasta el agua y soltándose finalmente.
Los anzuelos y montajes utilizados eran bastante rústicos, pues el aparejo constaba de un plomo semi-fijo, anudado posteriormente a un bajo de acero de treinta o cuarenta centímetros que ni siquiera tenía emerillón, pero sí portaba un anzuelo con un ángulo que ocupaba toda la palma de la mano, motivo por el que había que pegar unas clavadas tremendas y con muy mala leche.
Continuamos la pesca en un lugar extremo, algo que no me podía imaginar y para lo que no estaba preparado, ya que un españolito cualquiera no puede concebir como algo natural que haya pumas, yacarés, pirañas, incendios y seis horas hasta la llegada a una “ciudad” por caminos de piedras y ríos, fue una ruta mucho más dura que la que podría ser la llegada a cualquier pantano de España, pero bueno.
Continuamos pescando río arriba y decidí fumarme un puro “Monte Cristo Open regata” con nuestro amigo Junior mientras contemplábamos un incendio de varías hectáreas pegado a una de las orillas del río, bajo un sol de 45º y con una humedad del 100% pero jodidamente feliz, pues aquello no había hecho más que empezar.
Andrea por su parte me había mojado la oreja como de costumbre, sacando casi el doble de pirañas y no la podía pedir más, era demasiado llevar a tu mujer en luna de miel a un lugar tan bello y terrorífico a la vez. Aunque bien entrenada en duras sesiones de pesca en la península Ibérica a bajo cero capturando carpas y muchas palizas de spinning por pantanos extremeños, los mosquitos tamaño helicóptero y los ruidos de los monos gigantes como los llaman allí, fueron quizás demasiado, cabreándose un poco cuando finalmente de noche decidí agarrar un yacaré con las manos para hacerme una foto, algo que fue imprudente pero sabía que seguramente tendría una única oportunidad en toda mi vida.
Llegado el atardecer y ya casi sin luz, los mosquitos eran insoportables, cubriendo nuestros brazos y rostro sin importarles los repelentes. Decidimos retirarnos y dejar la pesca para el día siguiente, habíamos tenido doce horas de viaje, nueve de pesca intensiva y teníamos que salir de pesca a las cinco de la mañana. Navegamos tres horas más río arriba y de noche, nos informaron de que el barco grande con camarotes en el que dormiríamos, estaba amarrado en brasil, así que pasaríamos la noche de ilegales en brasil, durmiendo en un barco, todo cojonudo, menuda aventura.
De camino al barco hicimos una parada técnica, los focos de la lancha se reflejaron en dos ojos brillantes en la orilla. Después de insistir al guía, nos acercamos a intentar fotografiar al yacaré sin saber el tamaño, yo ya estaba en la pomada, así que todo me daba igual. Se trataba de un pequeño yacaré de un metro, lo agarramos y me fotografié con él previo cabreo de mi mujer, pues mis manos corrían peligro, pero dudo que más que con las pirañas de 1,5kg, así que me hice la foto y lo devolví a las aguas mientras Andrea enfocaba con la linterna los ojos de la madre, que se encontraba flotando a tan solo veinte metros y tendría no menos de dos metros.
Terminamos aquella jornada en el barco, cenando yacaré que nos prepararon los lugareños de uno que habían cazado dos días antes, era todo un manjar sin hacerle competencia al surubí y manguruyú en taquitos que nos sirvieron junto a una sopa de piraña.
Nos quedaban cinco horas de sueño para salir nuevamente de pesca y al día siguiente nos prometían mejores zonas y mejores peces, así que nos acostamos para estar listos para otro gran día de pesca.
Artículo realizado por: Eduardo Zancada
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